La señora Rocío


La señora Rocío era muy mayor. Nadie sabía exactamente cuántos años tenía. Siempre vestía de negro y se sentaba en su jardín. Todos la conocían y la saludaban al pasar. Ella respondía siempre con una amplia sonrisa primero y luego interesándose por los quehaceres y preocupaciones de su vecino o vecina. Si pasaba Mario, ajetreado, y le decía: “¿Qué hay, señora Rocío?”. Ella sonreía y contestaba: “Si corres tanto no verás llegar las nubes. Cuídate, Mario”. Y él lo oía ya detrás suyo y pensaba en ello de camino al trabajo. O si pasaba Carmencita, del final de la calle, con sus muchos nietos alborotando a su alrededor, y se paraba delante de su jardín, le decía: “Carmencita, y qué bien se siente una justo antes de que llamen al timbre, ¿no es verdad?”. Y ella se reía y admitía, mientras separaba a dos chiquillos que se iban a pelear: “¡Y cuando entran por la puerta es cuando empiezas a temblar! Pero, ay, ¿y qué le vamos a hacer? Que tenga un buen día, señora Rocío.”

Los días de lluvia el barrio entero tomaba un olor gris y denso mientras los goterones pegando en los tejados retumbaban por todos los rincones hasta más allá de la cuesta. La señora Rocío no salía esos días y los que iban de aquí para allá pensaban qué diferente sería la vida cuando ella faltase. Incluso los perros callejeros y los gatos sabían con su instinto que la señora Rocío era importante en esa comunidad. Su jardín era el único lugar en que nunca olía a orín y por el que los gatos no pasaban en sus patrullas nocturnas. Mientras en verano los tiestos de doña Puri, que vivía justo enfrente, solían amanecer rotos en el suelo como testigos de las batallas felinas, las plantas de la señora Rocío permanecían intactas y en buena salud todo el año. Más de una vez doña Puri había intentado sonsacarle el secreto para mantener a los gatos alejados, pero la señora Rocío insistía en que no usaba ningún producto ni hacía nada contra ellos. Simplemente no les debía de gustar su casa, bromeaba.

La memoria de la señora Rocío era legendaria. Muchos domingos, el pequeño corro de vecinos que se formaba en la calle rememorando viejas anécdotas terminaba discutiendo sobre si había sido Fulanito o Menganito quien había tenido que subirse al tejado para escapar de Antolina por habérsele comido las pocas cerezas que le crecían en el jardín, o sobre si había sido sin lugar a dudas Bartola o Rafaela la que había vuelto un día de la escuela sin zapatos y se había tenido que esconder en casa de Quintino para que no la viese su madre. En esas ocasiones, la discusión solo terminaba cuando alguien del corro había tenido ya suficiente de la discusión y se dirigía a la señora Rocío, que aunque parecía que estaba a sus cosas, había estado siguiendo la conversación, muy entretenida. Desde el otro lado de la calle o desde dónde fuera que se había reunido el pequeño grupo de cotillas del pasado, alguien voceaba: “¿No es verdad, señora Rocío, que fue Mengano y no Fulano?” A lo que ella, sin alzar más la voz de lo que solía y sin reírse ni cambiar su semblante, respondía, según fuera el caso: “Fue Angelito el de la Castora” o “Esa era Matilde la de los Ortega”. Y así se zanjaban las discusiones. El corro entero recordaba que efectivamente había sido este o aquel porque luego en el bar su padre, tío o cualquiera de su familia que hubiese ido había sido el blanco de las bromas durante una semana o porque en el mercado se había encontrado a su madre un par de días después y aún estaba furiosa.

La señora Rocío no tenía familia. Al menos, no por la zona, y, que se supiese, nadie había ido nunca a visitarla. Pero como le gustaba pensar para sus adentros, sus vecinos eran en realidad sus familiares y eso era todo cuanto ella necesitaba. El respeto que le tenía todo el mundo la ayudaba a descansar tranquilamente por las noches y su sabiduría emanaba de sus blancos dientes cuando hablaba con unos y con otros. Los niños que pasaban solos a comprar pan o a dar recados la saludaban sin miedo ni vergüenza y ella siempre tenía algo amable que decirles. Si tenía algún favorito no dejaba que se notara e incluso cuando hacía años que había visto por última vez a alguno de los que ya se habían hecho mayores y ya no vivían en el barrio, como Roberto el de Macías, si volvían de repente a visitar a sus padres o abuelos, pasaban expresamente a saludar a la señora Rocío y ella los reconocía sin dilación: “Roberto, hombre, ya tenías a tus padres angustiados. ¿Cómo está María?”.

Algunos de los más malpensados decían que la señora Rocío había estado casada una vez pero que el marido se había ido y nunca más había vuelto. Aunque cosas de ese estilo se oían solo en ambientes privados y nunca en la calle, todos sospechaban que la misma señora Rocío sabía lo que algunos afirmaban como si lo hubieran vivido ellos mismos. Pero ella nunca hizo comentarios al respecto ni insinuó nada que pudiera respaldar esas teorías o desmentirlas. Su independencia personal y su reconocimiento en el vecindario eran algo natural, obvio, como que las golondrinas anidaban en su jardín en verano o que sus plantas florecían espléndidas aunque nadie veía nunca a la señora Rocío cuidarlas ni regarlas. Así que cuando los pequeños mellizos de Felicia se pararon una mañana en la verja de la señora Rocío a nadie le extrañó que lo hicieran. Ella les regaló una de sus sonrisas y antes de que se terminara, ambos niños, como si lo hubieran planeado y sin decir nada, inspiraron lentamente hasta coger todo el aire que pudieron. Luego, con algo chispeando en sus miradas, le devolvieron la sonrisa a la señora Rocío y se alejaron plácidamente. Nadie en la calle reparó en lo que acababa de suceder. Pero la señora Rocío murmuró para sus adentros: “Estos niños harán cosas muy buenas” y siguió con sus quehaceres, tarareando una cancioncilla alegre.